La Tía Remedios

         El polvo de botones de concha
         Almendra amarga
         Azahares
         Manzanas

Nadie sabía las proporciones de cada ingrediente para preparar la crema que usaba la tía Remedios.

Buena moza como pocas, de fresco y lozano cutis, con grandes ojos negros y obscura cabellera; era el exponente de belleza y juventud al acabar el siglo XIX.

Si bien la familia vivía en Sucre, iba frecuentemente a Yotala donde todavía poseía una quinta, mínimo saldo de una gran propiedad que tuvieron los suyos desde la colonia.


En la época de fin de año en este pueblo, la vida social de los veraneantes era intensa: almuerzos y paseos de una propiedad a otra, reuniones en la plaza después de la misa matinal los domingos, rosario al atardecer cada día, tertulias, serenatas de los enamorados que entonando música surgían de los cuatro puntos cardinales para detenerse debajo de la enrejada ventana que los separaba de su amada.

En todo el ambiente flotaba un encanto nocturno iluminado por la luz de estrellas más visibles aun, por la mortecina luz de viejos faroles.

La muchacha estaba enamorada, leía novelas románticas y soñaba con su próximo matrimonio, día especial en el que debía estar más bella que nunca.

La famosa crema que usaba para la piel de su rostro se acabó, debía prepararla nuevamente, pero... en secreto... nadie sabría que recurría a este ungüento que sólo las mujeres ligeras usaban. Ella no se pintaba, porque era "toda una dama".

Ya tenía todos ingredientes, sólo le faltaban las manzanas; decidió recogerlas en la noche, salió con el mayor sigilo, nadie debía verla; el perro del hortelano la dejó pasar con la mayor indiferencia y siguió durmiendo.

La rama con los frutos estaba muy alta, resolvió subir al borde del muro que protegía el estanque, calculó la distancia con un palo, la penumbra influyó para que dé un mal golpe que la desequilibró, perdió pie en el angosto saledizo para caer violentamente al fondo del estanque que estaba sin agua.

Al día siguiente, el madrugador hortelano la descubrió sin conocimiento y ensangrentada. La llevaron a Sucre donde solo pudieron salvarle la vida. Quedó tan limitada que sólo podía arrastrase reptando con las manos apoyadas en unos maderos sujetos a ellas por gruesas correas de cuero.

El arrastrase buscando el sol, eligiendo algún sitio donde agazaparse para aceptar la comida que le ponían en la boca eran la rutina que acompañó para siempre su silencio ¡Nunca más se comunicó con nadie!... ¿Perdió el habla realmente?... Vivía así taciturna y aislada. ¿Recordaba al novio que al poco tiempo del accidente dejó Sucre para no retornar más?


Dormía en la habitación contigua al dormitorio de su madre -compartido con dos nietas huérfanas- a las que la abuela brindaba todo el amor e interés para su preparación escolar y su catequesis. Con el oído atento a percibir la respiración y quejidos de la doliente Remedios... Una noche alarmadas por el silencio se asomaron al portón y con la luz de la vela distinguieron la imagen desmelenada y semidesnuda que con un rutinario movimiento de los blancos y torneados brazos, iba deshaciendo su colchón de lana. Con la mirada perdida en el infinito parecía ausente rodeada de flotantes vellones que le daban un aspecto fantasmal.

Poco tiempo sobrevivió a esta escena. La encontraron muerta en un amanecer. La abuelita organizó el arreglo de la casa -antes de que familiares e intrusos intervinieran-... necesitaban extender el cadaver sobre un catre... La deformada columna vertebral de la fallecida y su rigidez cadavérica imposibilitaban el intento, no podían enrectarla, la fuerza de abuela y nietas era insuficiente y al ceder en el intento, el cadaver se sentaba.

Así acabó una mujer que movida por el destino se llevó a la tumba la receta para ser más bella.


María Luisa Zelada de Gantier

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